8 a.m.
El invierno empezaba a dejarse notar. Una fina capa de rocío cubría los coches, y todo estaba cambiando.
La chica de la cazadora vaquera había desistido, al fin, y se había rendido ante el frío. Ahora llevaba un abrigo del color de la arena tras una noche de lluvia. Le sentaba bien. Uno de sus amigos la miraba de una forma especial, pero todavía no se había dado cuenta.
El chico tímido que se refugiaba de la multitud tras la pantalla de su móvil era el único que no llevaba guantes. Sus manos parecían agrietarse tras cada movimiento, pero prefería esas heridas que cruzarse con la mirada de algún extraño. Tendría quince o dieciséis años, y cada mañana dudaba entre pedir ayuda o no, en busca de una señal. Ojalá algún día se atreviera a dar el paso.
Algo más apartado, en busca del cobijo que ofrecía el portal de aquel viejo edificio, estaba él. Pasaba desapercibido entre las sombras, pero cada mañana llegaba y se colocaba en el mismo sitio, esperando a que llegara el momento. Impaciente, bailaba al ritmo de la música que sonaba en sus auriculares. Hoy parecía que The Black Keys interpretaban Lonely boy.
Siempre había sido un niño feliz. Cuando creció se rodeó de buenos amigos, algún amor de verano y varias historias de fin de semana. Se había desecho de las ataduras, y le sobraba el desparpajo. Su sonrisa torcida hacía el resto. Nunca había fallado, hasta ahora.
Ahí llega, pensó. Con las mejillas sonrosadas por el frío, aunque también por la carrera, pasaba por su lado su "chica desconocida". Llevaban años cruzándose, pero nunca habían hablado. Su pelo, largo, ondeaba al viento frío que soplaba a primera hora de la mañana. Un aura de libertad la rodeaba, le invitaba a acercarse al fin.
Dudas, y más dudas. Su desayuno diario.
Entonces, ella se giró. Levantó la vista, esperanzado, pero su mirada pasó de largo.
El semáforo se puso en verde y llegó el autobús, aunque para él estaba de nuevo en ámbar. Subió y se sentó en uno de los primeros asientos.
Poco después entró "su-no chica del bus". Avanzaba, segura, dejando un rastro de su perfume. Él suspiró, rindiéndose, mientras afirmaba, como cada mañana, que aquello era una locura, que no tenía sentido pensar en una desconocida, que debía dejar de soñar con una historia más propia de Hollywood que de la vida real.
Lo que él no sabía es que ella, dos asientos más atrás, observaba los rizos que el cabecero permitía ver de él, que escuchaba Lonely Boy mientras recordaba esa sonrisa torcida que había visto de soslayo, porque su timidez no le había permitido ver más. Y que, por paradójico que sonara, él también era su chico del bus.